México y la despenalización del aborto: la eterna lucha entre liberales y conservadores.
· La decisión que arruga el alma femenina.
· El temor al señalamiento público.
· Y las mujeres pobres ¿qué?
· Los médicos abortistas.
· La iglesia, el PAN y Provida contra el derecho de la mujer a decidir.
· La decisión que arruga el alma femenina.
· El temor al señalamiento público.
· Y las mujeres pobres ¿qué?
· Los médicos abortistas.
· La iglesia, el PAN y Provida contra el derecho de la mujer a decidir.
Una historia que se repite…
Una mañana soleada pero fría de abril de 1990 deambulaba solitario por las calles del Centro Histórico de Saltillo. Como iba en la pendeja no me había dado cuenta de que en uno de los semáforos hacían alto tres amigos míos, dos mujeres y un varón. Casi a una voz me invitaron a subir en el vehículo. No lo pensé dos veces y ya en el interior me dijeron que iban a Monterrey. Una de ellas se veía demacrada. La mirada opaca constrastaba con el brillo de sus ojos que comúnmente adornaban su rostro. La otra iba silenciosa y triste mientras el varón asía con fuerza el volante.
Fluído el tráfico de esa hora, en pocos minutos ya estábamos sobre la carretera más allá de Ramos Arizpe. El automóvil avanzaba a menos de cien; en su interior la atmósfera era fúnebre. Se olía la tristeza. A la altura de Ojo Caliente una de ellas me dijo que ya se había inyectado varias veces, y su regla, detenida desde hacía más de dos meses no bajaba. Me miraba de soslayo mientras las lágrimas escurrían, abundantes por sus mejillas. El timbre de su voz denotaba la tristeza que llevaba en el alma. Ya había tomado ruda con tequila, pero nada. Sabía que un nuevo ser latía ya dentro de sus entrañas producto de sus amores ilícitos. Él era casado; ella hija de familia. Temía a la reacción de sus padres, a la burla social, y más que nada, la abatía la decisión que había tomado de terminar con su embarazo.
El vehículo seguía avanzando sobre la autopista con el aparato de sonido en silencio. En un parpadeo el destino me había convertido en cómplice de aquel ser doblegado por la vida. A unos minutos de ingresar en la clínica el sufrimiento era patente. Las lágrimas seguían escurriendo mientras su voz se quebraba a veces en murmullos. Llevaba entre sus manos un rosario.
Por fin entramos en Monterrey y por mil vericuetos llegamos a una pequeña clínica. Afuera esperaba un hombre de rostro regordete que calzaba pantuflas, vestía un suéter verde de colegial que hacía juego con un pantalón gris. Sus manos suaves, muy suaves pero firmes aunque pequeñas, estrecharon las nuestras; después se encaminó hacia el primer piso seguido por las dos mujeres. Bajo los rayos tenues del sol que aún no llegaba al cenit quedamos, inquietos, el conductor y yo. Casi no hablábamos, sólo nos dirigíamos la palabra para quejarnos de que el tiempo transcurría muy lento.
Aproximadamente una hora después bajó hasta donde estábamos la mujer que acompañaba a la que se había ido a practicar el aborto. Ya salió –nos dijo. ¿Quién sube primero? –nos preguntó. Yo –indicó el varón responsable del embarazo.
Fluído el tráfico de esa hora, en pocos minutos ya estábamos sobre la carretera más allá de Ramos Arizpe. El automóvil avanzaba a menos de cien; en su interior la atmósfera era fúnebre. Se olía la tristeza. A la altura de Ojo Caliente una de ellas me dijo que ya se había inyectado varias veces, y su regla, detenida desde hacía más de dos meses no bajaba. Me miraba de soslayo mientras las lágrimas escurrían, abundantes por sus mejillas. El timbre de su voz denotaba la tristeza que llevaba en el alma. Ya había tomado ruda con tequila, pero nada. Sabía que un nuevo ser latía ya dentro de sus entrañas producto de sus amores ilícitos. Él era casado; ella hija de familia. Temía a la reacción de sus padres, a la burla social, y más que nada, la abatía la decisión que había tomado de terminar con su embarazo.
El vehículo seguía avanzando sobre la autopista con el aparato de sonido en silencio. En un parpadeo el destino me había convertido en cómplice de aquel ser doblegado por la vida. A unos minutos de ingresar en la clínica el sufrimiento era patente. Las lágrimas seguían escurriendo mientras su voz se quebraba a veces en murmullos. Llevaba entre sus manos un rosario.
Por fin entramos en Monterrey y por mil vericuetos llegamos a una pequeña clínica. Afuera esperaba un hombre de rostro regordete que calzaba pantuflas, vestía un suéter verde de colegial que hacía juego con un pantalón gris. Sus manos suaves, muy suaves pero firmes aunque pequeñas, estrecharon las nuestras; después se encaminó hacia el primer piso seguido por las dos mujeres. Bajo los rayos tenues del sol que aún no llegaba al cenit quedamos, inquietos, el conductor y yo. Casi no hablábamos, sólo nos dirigíamos la palabra para quejarnos de que el tiempo transcurría muy lento.
Aproximadamente una hora después bajó hasta donde estábamos la mujer que acompañaba a la que se había ido a practicar el aborto. Ya salió –nos dijo. ¿Quién sube primero? –nos preguntó. Yo –indicó el varón responsable del embarazo.
De manera escueta me contestó en medio del llanto.
- Bien.
Luego bajó la otra persona y empecé a subir las escaleras y pude darme cuenta de que la clínica contaba con un pequeño quirófano, una silla ginecológica y cuatro o cinco camas donde las mujeres convalecían por unos minutos luego de la intervención. Al llegar arriba vi al médico que se quitaba los guantes y se lavaba las manos. Un poco más allá, sobre una de las camas y envuelta en una sábana blanca estaba ella. Verme y llorar fue un solo acto.
El grito le salía del alma, agudo y largo mientras su pecho se convulsionaba por el llanto.
Han pasado casi dos décadas y es fecha que aún no puedo olvidar aquella escena. El grito y los sollozos todavía taladran mis oídos. A veces he despertado en medio de la noche y envuelto en un sudor frío, después de que el sueño ha traído a mi mente aquellos hechos.
Unas horas después regresábamos a Saltillo. Nadie hablaba.
- Bien.
Luego bajó la otra persona y empecé a subir las escaleras y pude darme cuenta de que la clínica contaba con un pequeño quirófano, una silla ginecológica y cuatro o cinco camas donde las mujeres convalecían por unos minutos luego de la intervención. Al llegar arriba vi al médico que se quitaba los guantes y se lavaba las manos. Un poco más allá, sobre una de las camas y envuelta en una sábana blanca estaba ella. Verme y llorar fue un solo acto.
El grito le salía del alma, agudo y largo mientras su pecho se convulsionaba por el llanto.
Han pasado casi dos décadas y es fecha que aún no puedo olvidar aquella escena. El grito y los sollozos todavía taladran mis oídos. A veces he despertado en medio de la noche y envuelto en un sudor frío, después de que el sueño ha traído a mi mente aquellos hechos.
Unas horas después regresábamos a Saltillo. Nadie hablaba.
Y las mujeres pobres ¿qué?
Muchos años han pasado después de aquel incidente, pero en los últimos días, ante la polémica que ha desatado la propuesta de despenalización del aborto en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, y la oposición perruna de la iglesia católica, de Provida, de la derecha rabiosa y de las mujeres ricas de carnes fofas, pienso que la mujer tiene derecho a una oportunidad para decidir, siempre y cuando lo haga antes de las 14 semanas de gestación, cuando la criatura que late en su vientre aún no desarrolle las células cerebrales y por lo tanto aún no cuente con la viabilidad de convertirse en un ser conciente.
La práctica del aborto es policlasista; es decir, lo practican en la clandestinidad tanto las mujeres pobres como las que cuentan con la suficiente solvencia económica. Pero mientras aquellas que cuentan con recursos pueden pagarse un aborto seguro, las mujeres del arrabal tienen que recurrir a comadronas que ejercen en cuartuchos oscuros y con prácticas que datan de hace 2 mil 500 años.
Es grave que en un país de mochos e hipócritas, las mujeres que tienen lo suficiente para pagar a un médico abortista, han dejado atrás la solución salina, la dilatación y el curetaje, el D & X y la césarea y los han cambiado por métodos de succión; es triste saber de mujeres que en medio de su pobreza patrimonial y adolescentes temerosas que tengan que recurrir a los tés de ruda, a los masajes, a las caídas violentas, a las ramas de perejil y a los ganchos de tejer para expulsar de su vientre el producto de sus amores, comúnmente condenados desde el púlpito por sa-cerdotes pederastas.
El aborto es una realidad, pero también es real que los clérigos condenan y satanizan su práctica sólo en las mujeres que viven en medio de carencias materiales; jamás se meten con las clases media y alta, donde el perdón de los pecados lleva una retribución monetaria. El Padre Rentaría de la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo es el ejemplo del sometimiento de los sa-cerdotes al poder económico.
La práctica del aborto es policlasista; es decir, lo practican en la clandestinidad tanto las mujeres pobres como las que cuentan con la suficiente solvencia económica. Pero mientras aquellas que cuentan con recursos pueden pagarse un aborto seguro, las mujeres del arrabal tienen que recurrir a comadronas que ejercen en cuartuchos oscuros y con prácticas que datan de hace 2 mil 500 años.
Es grave que en un país de mochos e hipócritas, las mujeres que tienen lo suficiente para pagar a un médico abortista, han dejado atrás la solución salina, la dilatación y el curetaje, el D & X y la césarea y los han cambiado por métodos de succión; es triste saber de mujeres que en medio de su pobreza patrimonial y adolescentes temerosas que tengan que recurrir a los tés de ruda, a los masajes, a las caídas violentas, a las ramas de perejil y a los ganchos de tejer para expulsar de su vientre el producto de sus amores, comúnmente condenados desde el púlpito por sa-cerdotes pederastas.
El aborto es una realidad, pero también es real que los clérigos condenan y satanizan su práctica sólo en las mujeres que viven en medio de carencias materiales; jamás se meten con las clases media y alta, donde el perdón de los pecados lleva una retribución monetaria. El Padre Rentaría de la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo es el ejemplo del sometimiento de los sa-cerdotes al poder económico.
La vida triste de los médicos abortistas.
El mercado negro.
El mercado negro.
El aborto tiene aristas sociales, económicas y espirituales. Nadie en su sano juicio puede pensar que los médicos que lo práctican bajo fines de lucro son las personas más equilibradas de nuestra sociedad. Por el contrario, se han documentado casos en los que estos profesionistas sueñan con fetos, con abortos uno tras otro, con baldes de sangre, con paredes salpicadas y con árboles colmados de fetos gateando.
Una enferemera narra que en un sueño dos hombres la sujetaron y la arrastraron mientras le decían con nauseabunda mirada lasciva: "hagamos un aborto". Ella empezó a gritar mientras se sumergía en una visión de succiones, de dolores chirriantes; sentía que era extendida y desmembrada por instrumentos abortivos. Despertó casi sin poder respirar e imaginando mesas de cocina, percheros, agujas de tejer manchadas de sangre y a mujeres que en la soledad apretaban almohadas en sus bocas para evitar que sus girtos perforaran las paredes de sus departamentos.
Confiesa que no es un trabajo fácil ni agradable: "Hay momentos de cansancio, sombríos momentos en los que creo
no poder aguantar un recipiente más lleno de restos sangrientos, en que no creo poder pronunciar alguna otra frase de consuelo".
Así piensan algunos médicos y enfermeras que ejercen en el mercado negro del aborto.
La realidad es que en México el aborto es una práctica cobijada por la hipocresía social; sin embargo, al año miles de mujeres mueren porque se practican abortos caseros mordiendo las almohadas para que sus gritos no traspasen los muros de sus casas.
Entonces, al margen de que para los mochos e hipócritas de Acción Nacional, de Provida, de la iglesia católica y de las mujeres ricas de carnes fofas, la despenalización del aborto antes de las 14 semanas es una necesidad social.
Una enferemera narra que en un sueño dos hombres la sujetaron y la arrastraron mientras le decían con nauseabunda mirada lasciva: "hagamos un aborto". Ella empezó a gritar mientras se sumergía en una visión de succiones, de dolores chirriantes; sentía que era extendida y desmembrada por instrumentos abortivos. Despertó casi sin poder respirar e imaginando mesas de cocina, percheros, agujas de tejer manchadas de sangre y a mujeres que en la soledad apretaban almohadas en sus bocas para evitar que sus girtos perforaran las paredes de sus departamentos.
Confiesa que no es un trabajo fácil ni agradable: "Hay momentos de cansancio, sombríos momentos en los que creo
no poder aguantar un recipiente más lleno de restos sangrientos, en que no creo poder pronunciar alguna otra frase de consuelo".
Así piensan algunos médicos y enfermeras que ejercen en el mercado negro del aborto.
La realidad es que en México el aborto es una práctica cobijada por la hipocresía social; sin embargo, al año miles de mujeres mueren porque se practican abortos caseros mordiendo las almohadas para que sus gritos no traspasen los muros de sus casas.
Entonces, al margen de que para los mochos e hipócritas de Acción Nacional, de Provida, de la iglesia católica y de las mujeres ricas de carnes fofas, la despenalización del aborto antes de las 14 semanas es una necesidad social.
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