A finales de la década de los 50 llegó a Saltillo como encargado del Internado Vicente Suárez un criminal llamado Víctor Arámbula González. Seco, enjuto, de amarillos y enormes dientes, parecía la encarnación misma del demonio.
Disfrutaba abusando de los menores humillándolos verbal y físicamente, permitía y alentaba que por lo menos dos de sus hijos, Horacio y Víctor maltrataran a los niños, el primero los usaba como porra en sus partidos de futbol americano y a quien no le aplaudía lo abofeteaba, el otro, degenerado, se excitaba sexualmente toreando vaquillas y luego les metía el dedo en el recto a los muchachos.
Por si lo anterior fuera poco, Víctor Arámbula regateaba los alimentos a los alumnos del Internado, no les daba jabón de baño y no cambiaba las sábanas de los dormitorios. En suma, los trataba como animales. Los profesores, cómplices también, ya se cuecen a fuego lento en los infiernos. El escarnio era la constante en el trato con los menores en el que la cobardía de la sociedad saltillense permitía este crimen de lesa humanidad. Todavía hay descendientes y ellos deben pagar por los horrores a que sometían a los menores en este lugar que era lo más parecido a un campo de concentración donde se abusaba de la mala suerte de los niños más pobres...
Cheto no quiere saber cuánto azúcar lleva en su torrente sanguíneo. Quiere morir inocente. A él no le importa la maldita diabetes que se ha convertido en un perseguidor implacable que pacientemente espera para llevarlo a la tumba. A Cheto no le interesa conocer sus niveles de glucosa porque por encima de todo le duelen los recuerdos de los días malditos de su infancia. Todavía llora y se deprime con solo avistar a lo lejos el vetusto edificio que albergaba al internado Vicente Suárez, allá en Camporredondo. Aniceto Bustos lleva cincelada en su alma una historia negra en la que el olvido social propiciaba el abandono y los abusos hacia los niños.
La primera vez que Cheto y yo hablamos sobre Camporredondo fue una mañana del otoño de 1996 cuando estaban en marcha las campañas para la renovación de ayuntamientos. Contendían Salomón Abedrop y Manuel López y mientras la pradera política ardía, nosotros disfrutábamos del ambiente fresco que nos proporcionaban los viejos ventiladores de la cantina el Cuatro ases de Pedro Ramos que durante más de medio siglo ha paliado las penas de los parroquianos en la esquina de Álvarez y Obregón.
En ese entonces Cheto Bustos Salas se sentía satisfecho pues tres años atrás había logrado con la ayuda del Brother Sergio Martínez Rodríguez que el gobierno municipal que encabezaba el fascista Rosendo Villarreal levantara el mercado que aún ocupan los comerciantes ambulantes en la esquina de Pérez Treviño y Acuña. Ataviado con botas, pantalón de topeka y camisa abierta hasta la parte inferior del esternón Cheto había acomodado su generosa barriga sobre su regazo y hablaba de política, su pasión. Bebía agua mineral escanciada en un vaso al que luego agregaba unas gotas de limón y sal mientras este escribidor se metía velozmente copas de ron Bacardí añejo con la premura que la resaca exigía.
Priista de hueso tricolor, a Cheto no le llenaba el ojo el candidato de su partido, pero tampoco comulgaba con la posibilidad de que el panista lograra alzarse con la victoria. De cuando en cuando esbozaba algunas ideas sobre justicia social producto de su formación marxista en la escuela de economía de la U A de C a la que había asistido dos años. Hablaba con ese tono nasofarígeo que los caracteriza.
No obstante que se desenvolvía con seguridad en la charla, lucía inquieto, y en el momento en que alcé la mano para pedir un trago doble me dijo mientras se echaba el sombrero hacia atrás mesándose los cabellos:
- Juan, no estoy a gusto en este lugar. Soy alcohólico. Antes, para ir al mercado de abastos tenía que tomarme un litro de tequila nomás pa’curármela. Tomaba por meses y cuando ya quedaba casi muerto, mi mamá y mis hermanas me abrían la boca para meterme caldo de pollo. Aunque ya no tomo, sigo siendo el reflejo de una infancia de sufrimientos en Camporredondo. La mitad de los de mi generación están en la cárcel, la otra somos alcohólicos o drogadictos. Las chingas estuvieron buenas.
La tristeza surgía de la radiola mientras en el firmamento el sol había pasado el punto del cenit mientras yo metía un par de cubos de hielo en el vaso y revolvía el ron con cocacola Cheto proseguía:
- En ese entonces estaba como director del internado Víctor Arámbula…
- Arámbula, el…
- Sí, el mismo, abuelo de Marta Loera, la hija del líder que mataron de la Sección 38. Un día, cuando esta mujer tenía unos cuatro o cinco años fue al internado (Vicente Suárez) y se le perdió la muñeca de trapo que llevaba. Esa noche no dormimos. Nos mantuvieron a todos en calzoncillos. Hacía un frío de la chingada, pero ni así tuvieron compasión con nosotros. La muñeca nunca apareció, seguro se la tragaron para evitar el castigo.
Estupefacto le dije a Cheto:
- Vámonos.
Salimos por la puerta que da al norte y al despedirnos de mano le espeté:
- ¿Cuándo me cuentas la historia completa?
- Un día de estos.
Eran las primeras horas de una tarde del otoño de 1996.
Hace unas semanas coincidimos en un restaurantito del centro de la ciudad. Lo acompañaban algunos comerciantes y su fiel escudero y primo la Chocolata. Ahí me contó que aunque el gobernador ya le había dicho que sería regidor, por alguna razón Rubén lo excluyó pero sigue siendo fiel a su partido.
- ¿Cómo andas del azúcar Cheto? -le pregunté.
- No sé ni quiero saber mi hermano, quiero morir inocente.
Luego de despachar un caldo tlalpeño salimos a la calle que nace atrás del templo de San Esteban y se prolonga hasta la plaza de Armas. Después, con lentitud empezamos a caminar por Allende hacia el norte. En ese momento le insistí:
- Tenemos una historia pendiente.
Los rayos del sol eran lánguidos.
- Aunque ya no quiero ni acordarme, no hay día que no recuerde algo. Procuro no pasar cerca de Camporredondo porque lloro y la “depre” me dura una semana.
El dolor y la tristeza de los recuerdos abandonan por un momento el alma de Cheto al hacerse palabras:
- Había un profesor de música que me humillaba y se burlaba de mí cada que se le antojaba. Se apellidaba Ferial y como yo era un muchacho que venía del monte donde cuidaba chivas, lo que menos me importaba era educar mi voz. Sé que siempre he tenido una voz fea, por eso me ridiculizaba ante mis compañeros diciéndoles que yo era lo más cercano a un chango, a un hombre primitivo y se burlaba. Me dolía mucho, yo tenía como ocho años… (Según la nómina del Internado de enseñanza primaria No. 6 Vicente Suárez del 2 de mayo de 1958, José Francisco Ferial Alvarado era profesor de enseñanza musical).
Habíamos llegado a la esquina de Allende y Aldama y antes de despedirnos de mano quedamos de que nos sentaríamos a platicar. Cheto siguió derecho por Allende, yo me fui a un estacionamiento. Al girar la llave de ignición de mi vieja camioneta la tristeza me embargaba.
A golpe de recuerdos, dos semanas después retomábamos la charla mientras atendía su puesto de fruta en la esquina de Allende y Pérez Treviño. Ahí entre el ruido infernal de los urbaneros y el grito de los vendedores en busca de marchantes Cheto sigue convirtiendo en palabras la tristeza que lleva en el alma:
- Cuando llegué a Camporredondo tendría más o menos unos ocho o nueve años. Era media tarde y mi papá me llevaba de la mano y ahí me dejó. Después, uno de los prefectos me llevó a una pila grandota de botas usadas y me dijo que escogiera bien porque eran pa’todo el año. Así que era necesario escoger bien aunque todas me quedaban grandes. La primera sorpresa que me llevé fue en la cena. Nos servían frijoles y huevo, pero muy poquito, casi nos mataban de hambre. Todavía mi vieja se enoja conmigo porque a cualquier restaurante que voy le digo al mesero que me dé una tortilla para llevar y la meto en una bolsa del pantalón. En la camioneta siempre traigo alimentos que se me echan a perder. Era tanto el hambre que pasábamos que no la he podido olvidar y creo que nunca lo olvidaré. No hay día que no recuerde algo de Camporredondo. El comedor era muy grande y en cada mesa cabíamos ocho. Al tomar los alimentos nadie hablaba, nomás se oía el ligero choque de la cuchara con los platos de aluminio. Comer ahí era sombrío.
Cheto Bustos lleva clavado el recuerdo de Víctor Arámbula González, un miserable tirano que abusaba de los niños y lo describe:
- Era alto y seco por la diabetes, dientes grandes y amarillos, voz grave. No me podía ver por rebelde el hijo de su puta madre. Me acuerdo de él con mucho coraje, si pudiera me orinaría en su tumba. Un día que no nos querían dar de comer hice mi primera manifestación. Me subí a una mesa y haciendo ruido con el plato de aluminio y la cuchara empecé a gritar: “queremos comer…queremos comer” y como muchos de mis compañeros me hicieron coro, el maldito director mandó a dos prefectos a que me colgaran de una reja. Ahí duré más de 12 horas. Un hermano me llevaba agua.
Los recuerdos afloran mientras a Cheto se le humedecen los ojos:
- Víctor Arámbula era tan hijo de la chingada que un día llegó mi mamá a verme y yo estaba castigado. Cuando los prefectos le avisaron que ahí estaba mi madre les dijo: “qué bueno que se dé cuenta esa culera de la mugre que parió”. Después me soltó una bofetada.
Durante el trayecto hacia el internado Vicente Suárez el rictus de Cheto era de angustia. Los recuerdos se agolpaban en su mente torturándolo. Revivía con dolor su infancia. Al avistar el edificio le dije:
- Cheto ¡amárrate los huevos! Vamos a entrar.
Al descender Cheto señaló una construcción y dijo:
- Ahí era la casa del pinche viejo y su familia. Su mujer, doña Chole (Soledad Castellanos) movía las nalgas muy curioso. Era prieta, haz de cuenta que estás viendo a la nieta (Martha Loera Arámbula, exdiputada). Todo el día escuchaba la canción Alma Llanera. Decían que era centroamericana, por el pelo chino, y que el pinche viejo la había sacado de un congal. Ella cobraba como ayudante de taller aunque no hacía nada. Nosotros (los alumnos) no significábamos nada para la hija… (Martha Arámbula Castellanos, viuda de Eliseo Loera Salazar, el muerto de la Sección 38) pasaba junto a nosotros sin bajar la vista. Qué bueno que fue infeliz al lado de ese pinche profesor Loera.
Ya caminábamos por lo que hoy es el estacionamiento cuando Cheto decía:
- Los hijos también eran unos culeros. Tenía uno que murió hace unos 12 años. Se llamaba Víctor y tenía un puesto por ai, por la calle de Hidalgo, nomás que no recuerdo dónde…
- La Casa de la cultura…
- Ándale.
- A ese le gustaba torear unas vaquillas que tenía por allá… (con el índice señala un punto que se encuentra en los terrenos que hoy ocupa el Centro del Normalismo) y cuando alguien no le aplaudía le daba un coscorrón y luego le metía el dedo por la cola (región anorrectal).
Aniceto Bustos Salas hace una pausa y prosigue con sus recuerdos:
- El viejo ojete tenía otro hijo que estudiaba en el Ateneo y le gustaba jugar futbol americano. Nos llevaba de porra y al que no aplaudía le daba también un coscorrón con un anillote que siempre llevaba puesto. Todos le teníamos pavor. Éramos niños.
Estamos ya en el edificio que albergaba el ala femenina del internado cuando Cheto concluye su relato respecto de los hijos de su puta madre engendrados por Doña Chole nalgas flojas y Víctor Arámula Castellanos cuando dice:
- Fíjate que un día ví a ese tal Víctor Arámbula Castellanos allá por la plaza de Armas y me escondí.
- ¿Por qué?
- Porque le tenía miedo. Nunca lo superé
- ¿Por qué no le partiste su puta madre?
- Le tenía pavor.
- Lo mismo me pasó un día con Martha Loera Arámbula en el restaurante Sol y Luna. Me entró un temor incontrolable al verla. Pinche vieja, la recuerdo por lo de la muñeca que nos comimos y por la noche que, desnudos, nos tuvieron en el patio.
Para esos momentos Cheto había perdido el miedo a la vieja prisión infantil que se empezó a construir en 1922 y en 1925 se estrenó como escuela de bachilleres. Al entrar por la puerta que conduce a los arcos de la parte poniente del edificio dijo:
- Mira, son los mismos mosaicos. A mí me gustaba estar aquí, porque me resbalaba.
Entramos en el edificio y dijo;
- Por ahí debe estar una escalera.
- Sí, ya se donde.
Subimos por los mismo peldaños que Cheto subía en sus años tiernos. Ahí, ante nosotros estaba el cuarto de los miones. A un lado el dintel donde se colgó un niño. Más allá los baños y luego los dormitorios. Era la planta alta.
- ¿Por qué le decían el cuarto de los miones? –le pregunto.
- Porque ahí dormían hacinados alrededor de 30 niños que no lograban controlar esfínteres. Si a nosotros nos lavaban las sábanas cada dos semanas, a ellos les daban ropa cada mes. Olía muy feo. A miados.
- Pero ¿por qué sucedía esto Cheto?
- Porque el Viejo se ahorraba el jabón para la ropa, con eso y lo que regateaba en jabón de baño y lo que juntaba racionándonos el alimento, pos nos daba carne nomás cuando venía el inspector de México, mandó a uno o dos de sus hijos a estudiar a Francia. Eso lo supe después.
En un crimen de esta naturaleza cometido en las mismas narices de los saltillenses pedorros de aquellos años, cualquiera se sorprende, por eso le pregunto:
- Y qué más, Cheto.
- Nombre, el jabón para la ropa era lo de menos. Nunca nos daba crema ni había botiquín, la mayoría estábamos llenos de sarna, otros, tenían llagas en la piel.
No había para qué preguntar más. En el trayecto de Camporredondo al centro de la ciudad tratábamos de conversar sobre otras cosas. Era imposible. El impacto de la verdad había sido tremendo. La familia Arámbula emparentaada con la Loera cuyos miembros presumían de honradez habían tenido un antepasado criminal. Otra de las cosas que llaman la atención es que en el Saltillo de las décadas de los 50, 60 y 70 nadie escribió sobre este crimen de lesa humanidad. El mismo Pablo M. Cuellar, autor de la Historia de Saltillo soslaya la existencia del edificio Camporredondo y nunca refiere el sufrimiento de los niños pobres de la época.
Antes de llegar al centro de la ciudad luego del doloroso periplo hacia el pasado le digo a Cheto medio en serio, medio en broma:
- Dicen que ahí asustan.
Cheto me contesta con la seriedad de la tristeza impregnando sus palabras.
- Nombre, si escarbas hasta encuentras muertos.
- ¡Apoco!
- Sí, pos quién chingaos los reclamaba.
Esta es una historia de pobreza, de abuso y de complicidad social por cobardía. Nunca más el silencio de los inocentes.
Disfrutaba abusando de los menores humillándolos verbal y físicamente, permitía y alentaba que por lo menos dos de sus hijos, Horacio y Víctor maltrataran a los niños, el primero los usaba como porra en sus partidos de futbol americano y a quien no le aplaudía lo abofeteaba, el otro, degenerado, se excitaba sexualmente toreando vaquillas y luego les metía el dedo en el recto a los muchachos.
Por si lo anterior fuera poco, Víctor Arámbula regateaba los alimentos a los alumnos del Internado, no les daba jabón de baño y no cambiaba las sábanas de los dormitorios. En suma, los trataba como animales. Los profesores, cómplices también, ya se cuecen a fuego lento en los infiernos. El escarnio era la constante en el trato con los menores en el que la cobardía de la sociedad saltillense permitía este crimen de lesa humanidad. Todavía hay descendientes y ellos deben pagar por los horrores a que sometían a los menores en este lugar que era lo más parecido a un campo de concentración donde se abusaba de la mala suerte de los niños más pobres...
Cheto no quiere saber cuánto azúcar lleva en su torrente sanguíneo. Quiere morir inocente. A él no le importa la maldita diabetes que se ha convertido en un perseguidor implacable que pacientemente espera para llevarlo a la tumba. A Cheto no le interesa conocer sus niveles de glucosa porque por encima de todo le duelen los recuerdos de los días malditos de su infancia. Todavía llora y se deprime con solo avistar a lo lejos el vetusto edificio que albergaba al internado Vicente Suárez, allá en Camporredondo. Aniceto Bustos lleva cincelada en su alma una historia negra en la que el olvido social propiciaba el abandono y los abusos hacia los niños.
La primera vez que Cheto y yo hablamos sobre Camporredondo fue una mañana del otoño de 1996 cuando estaban en marcha las campañas para la renovación de ayuntamientos. Contendían Salomón Abedrop y Manuel López y mientras la pradera política ardía, nosotros disfrutábamos del ambiente fresco que nos proporcionaban los viejos ventiladores de la cantina el Cuatro ases de Pedro Ramos que durante más de medio siglo ha paliado las penas de los parroquianos en la esquina de Álvarez y Obregón.
En ese entonces Cheto Bustos Salas se sentía satisfecho pues tres años atrás había logrado con la ayuda del Brother Sergio Martínez Rodríguez que el gobierno municipal que encabezaba el fascista Rosendo Villarreal levantara el mercado que aún ocupan los comerciantes ambulantes en la esquina de Pérez Treviño y Acuña. Ataviado con botas, pantalón de topeka y camisa abierta hasta la parte inferior del esternón Cheto había acomodado su generosa barriga sobre su regazo y hablaba de política, su pasión. Bebía agua mineral escanciada en un vaso al que luego agregaba unas gotas de limón y sal mientras este escribidor se metía velozmente copas de ron Bacardí añejo con la premura que la resaca exigía.
Priista de hueso tricolor, a Cheto no le llenaba el ojo el candidato de su partido, pero tampoco comulgaba con la posibilidad de que el panista lograra alzarse con la victoria. De cuando en cuando esbozaba algunas ideas sobre justicia social producto de su formación marxista en la escuela de economía de la U A de C a la que había asistido dos años. Hablaba con ese tono nasofarígeo que los caracteriza.
No obstante que se desenvolvía con seguridad en la charla, lucía inquieto, y en el momento en que alcé la mano para pedir un trago doble me dijo mientras se echaba el sombrero hacia atrás mesándose los cabellos:
- Juan, no estoy a gusto en este lugar. Soy alcohólico. Antes, para ir al mercado de abastos tenía que tomarme un litro de tequila nomás pa’curármela. Tomaba por meses y cuando ya quedaba casi muerto, mi mamá y mis hermanas me abrían la boca para meterme caldo de pollo. Aunque ya no tomo, sigo siendo el reflejo de una infancia de sufrimientos en Camporredondo. La mitad de los de mi generación están en la cárcel, la otra somos alcohólicos o drogadictos. Las chingas estuvieron buenas.
La tristeza surgía de la radiola mientras en el firmamento el sol había pasado el punto del cenit mientras yo metía un par de cubos de hielo en el vaso y revolvía el ron con cocacola Cheto proseguía:
- En ese entonces estaba como director del internado Víctor Arámbula…
- Arámbula, el…
- Sí, el mismo, abuelo de Marta Loera, la hija del líder que mataron de la Sección 38. Un día, cuando esta mujer tenía unos cuatro o cinco años fue al internado (Vicente Suárez) y se le perdió la muñeca de trapo que llevaba. Esa noche no dormimos. Nos mantuvieron a todos en calzoncillos. Hacía un frío de la chingada, pero ni así tuvieron compasión con nosotros. La muñeca nunca apareció, seguro se la tragaron para evitar el castigo.
Estupefacto le dije a Cheto:
- Vámonos.
Salimos por la puerta que da al norte y al despedirnos de mano le espeté:
- ¿Cuándo me cuentas la historia completa?
- Un día de estos.
Eran las primeras horas de una tarde del otoño de 1996.
Hace unas semanas coincidimos en un restaurantito del centro de la ciudad. Lo acompañaban algunos comerciantes y su fiel escudero y primo la Chocolata. Ahí me contó que aunque el gobernador ya le había dicho que sería regidor, por alguna razón Rubén lo excluyó pero sigue siendo fiel a su partido.
- ¿Cómo andas del azúcar Cheto? -le pregunté.
- No sé ni quiero saber mi hermano, quiero morir inocente.
Luego de despachar un caldo tlalpeño salimos a la calle que nace atrás del templo de San Esteban y se prolonga hasta la plaza de Armas. Después, con lentitud empezamos a caminar por Allende hacia el norte. En ese momento le insistí:
- Tenemos una historia pendiente.
Los rayos del sol eran lánguidos.
- Aunque ya no quiero ni acordarme, no hay día que no recuerde algo. Procuro no pasar cerca de Camporredondo porque lloro y la “depre” me dura una semana.
El dolor y la tristeza de los recuerdos abandonan por un momento el alma de Cheto al hacerse palabras:
- Había un profesor de música que me humillaba y se burlaba de mí cada que se le antojaba. Se apellidaba Ferial y como yo era un muchacho que venía del monte donde cuidaba chivas, lo que menos me importaba era educar mi voz. Sé que siempre he tenido una voz fea, por eso me ridiculizaba ante mis compañeros diciéndoles que yo era lo más cercano a un chango, a un hombre primitivo y se burlaba. Me dolía mucho, yo tenía como ocho años… (Según la nómina del Internado de enseñanza primaria No. 6 Vicente Suárez del 2 de mayo de 1958, José Francisco Ferial Alvarado era profesor de enseñanza musical).
Habíamos llegado a la esquina de Allende y Aldama y antes de despedirnos de mano quedamos de que nos sentaríamos a platicar. Cheto siguió derecho por Allende, yo me fui a un estacionamiento. Al girar la llave de ignición de mi vieja camioneta la tristeza me embargaba.
A golpe de recuerdos, dos semanas después retomábamos la charla mientras atendía su puesto de fruta en la esquina de Allende y Pérez Treviño. Ahí entre el ruido infernal de los urbaneros y el grito de los vendedores en busca de marchantes Cheto sigue convirtiendo en palabras la tristeza que lleva en el alma:
- Cuando llegué a Camporredondo tendría más o menos unos ocho o nueve años. Era media tarde y mi papá me llevaba de la mano y ahí me dejó. Después, uno de los prefectos me llevó a una pila grandota de botas usadas y me dijo que escogiera bien porque eran pa’todo el año. Así que era necesario escoger bien aunque todas me quedaban grandes. La primera sorpresa que me llevé fue en la cena. Nos servían frijoles y huevo, pero muy poquito, casi nos mataban de hambre. Todavía mi vieja se enoja conmigo porque a cualquier restaurante que voy le digo al mesero que me dé una tortilla para llevar y la meto en una bolsa del pantalón. En la camioneta siempre traigo alimentos que se me echan a perder. Era tanto el hambre que pasábamos que no la he podido olvidar y creo que nunca lo olvidaré. No hay día que no recuerde algo de Camporredondo. El comedor era muy grande y en cada mesa cabíamos ocho. Al tomar los alimentos nadie hablaba, nomás se oía el ligero choque de la cuchara con los platos de aluminio. Comer ahí era sombrío.
Cheto Bustos lleva clavado el recuerdo de Víctor Arámbula González, un miserable tirano que abusaba de los niños y lo describe:
- Era alto y seco por la diabetes, dientes grandes y amarillos, voz grave. No me podía ver por rebelde el hijo de su puta madre. Me acuerdo de él con mucho coraje, si pudiera me orinaría en su tumba. Un día que no nos querían dar de comer hice mi primera manifestación. Me subí a una mesa y haciendo ruido con el plato de aluminio y la cuchara empecé a gritar: “queremos comer…queremos comer” y como muchos de mis compañeros me hicieron coro, el maldito director mandó a dos prefectos a que me colgaran de una reja. Ahí duré más de 12 horas. Un hermano me llevaba agua.
Los recuerdos afloran mientras a Cheto se le humedecen los ojos:
- Víctor Arámbula era tan hijo de la chingada que un día llegó mi mamá a verme y yo estaba castigado. Cuando los prefectos le avisaron que ahí estaba mi madre les dijo: “qué bueno que se dé cuenta esa culera de la mugre que parió”. Después me soltó una bofetada.
Durante el trayecto hacia el internado Vicente Suárez el rictus de Cheto era de angustia. Los recuerdos se agolpaban en su mente torturándolo. Revivía con dolor su infancia. Al avistar el edificio le dije:
- Cheto ¡amárrate los huevos! Vamos a entrar.
Al descender Cheto señaló una construcción y dijo:
- Ahí era la casa del pinche viejo y su familia. Su mujer, doña Chole (Soledad Castellanos) movía las nalgas muy curioso. Era prieta, haz de cuenta que estás viendo a la nieta (Martha Loera Arámbula, exdiputada). Todo el día escuchaba la canción Alma Llanera. Decían que era centroamericana, por el pelo chino, y que el pinche viejo la había sacado de un congal. Ella cobraba como ayudante de taller aunque no hacía nada. Nosotros (los alumnos) no significábamos nada para la hija… (Martha Arámbula Castellanos, viuda de Eliseo Loera Salazar, el muerto de la Sección 38) pasaba junto a nosotros sin bajar la vista. Qué bueno que fue infeliz al lado de ese pinche profesor Loera.
Ya caminábamos por lo que hoy es el estacionamiento cuando Cheto decía:
- Los hijos también eran unos culeros. Tenía uno que murió hace unos 12 años. Se llamaba Víctor y tenía un puesto por ai, por la calle de Hidalgo, nomás que no recuerdo dónde…
- La Casa de la cultura…
- Ándale.
- A ese le gustaba torear unas vaquillas que tenía por allá… (con el índice señala un punto que se encuentra en los terrenos que hoy ocupa el Centro del Normalismo) y cuando alguien no le aplaudía le daba un coscorrón y luego le metía el dedo por la cola (región anorrectal).
Aniceto Bustos Salas hace una pausa y prosigue con sus recuerdos:
- El viejo ojete tenía otro hijo que estudiaba en el Ateneo y le gustaba jugar futbol americano. Nos llevaba de porra y al que no aplaudía le daba también un coscorrón con un anillote que siempre llevaba puesto. Todos le teníamos pavor. Éramos niños.
Estamos ya en el edificio que albergaba el ala femenina del internado cuando Cheto concluye su relato respecto de los hijos de su puta madre engendrados por Doña Chole nalgas flojas y Víctor Arámula Castellanos cuando dice:
- Fíjate que un día ví a ese tal Víctor Arámbula Castellanos allá por la plaza de Armas y me escondí.
- ¿Por qué?
- Porque le tenía miedo. Nunca lo superé
- ¿Por qué no le partiste su puta madre?
- Le tenía pavor.
- Lo mismo me pasó un día con Martha Loera Arámbula en el restaurante Sol y Luna. Me entró un temor incontrolable al verla. Pinche vieja, la recuerdo por lo de la muñeca que nos comimos y por la noche que, desnudos, nos tuvieron en el patio.
Para esos momentos Cheto había perdido el miedo a la vieja prisión infantil que se empezó a construir en 1922 y en 1925 se estrenó como escuela de bachilleres. Al entrar por la puerta que conduce a los arcos de la parte poniente del edificio dijo:
- Mira, son los mismos mosaicos. A mí me gustaba estar aquí, porque me resbalaba.
Entramos en el edificio y dijo;
- Por ahí debe estar una escalera.
- Sí, ya se donde.
Subimos por los mismo peldaños que Cheto subía en sus años tiernos. Ahí, ante nosotros estaba el cuarto de los miones. A un lado el dintel donde se colgó un niño. Más allá los baños y luego los dormitorios. Era la planta alta.
- ¿Por qué le decían el cuarto de los miones? –le pregunto.
- Porque ahí dormían hacinados alrededor de 30 niños que no lograban controlar esfínteres. Si a nosotros nos lavaban las sábanas cada dos semanas, a ellos les daban ropa cada mes. Olía muy feo. A miados.
- Pero ¿por qué sucedía esto Cheto?
- Porque el Viejo se ahorraba el jabón para la ropa, con eso y lo que regateaba en jabón de baño y lo que juntaba racionándonos el alimento, pos nos daba carne nomás cuando venía el inspector de México, mandó a uno o dos de sus hijos a estudiar a Francia. Eso lo supe después.
En un crimen de esta naturaleza cometido en las mismas narices de los saltillenses pedorros de aquellos años, cualquiera se sorprende, por eso le pregunto:
- Y qué más, Cheto.
- Nombre, el jabón para la ropa era lo de menos. Nunca nos daba crema ni había botiquín, la mayoría estábamos llenos de sarna, otros, tenían llagas en la piel.
No había para qué preguntar más. En el trayecto de Camporredondo al centro de la ciudad tratábamos de conversar sobre otras cosas. Era imposible. El impacto de la verdad había sido tremendo. La familia Arámbula emparentaada con la Loera cuyos miembros presumían de honradez habían tenido un antepasado criminal. Otra de las cosas que llaman la atención es que en el Saltillo de las décadas de los 50, 60 y 70 nadie escribió sobre este crimen de lesa humanidad. El mismo Pablo M. Cuellar, autor de la Historia de Saltillo soslaya la existencia del edificio Camporredondo y nunca refiere el sufrimiento de los niños pobres de la época.
Antes de llegar al centro de la ciudad luego del doloroso periplo hacia el pasado le digo a Cheto medio en serio, medio en broma:
- Dicen que ahí asustan.
Cheto me contesta con la seriedad de la tristeza impregnando sus palabras.
- Nombre, si escarbas hasta encuentras muertos.
- ¡Apoco!
- Sí, pos quién chingaos los reclamaba.
Esta es una historia de pobreza, de abuso y de complicidad social por cobardía. Nunca más el silencio de los inocentes.
Es triste conocer la historia de una persona que sufrio los abusos de un sistema nefasto como el que estaba en el internado, a mi me toco estar ahi cursando primaria, y aunque me puedo considerar libre de daños psicologicos, no puedo olvidar las chingas que nos ponian cuando nos agarraba "el güero", uno de los prefectos a cargo del orden, y esto podia ocurrir porque no limpiabas tu espacio o por llegar tarde a la formacion, el permiso de darte con una vara era algo que nunca comprendi del todo, sin embargo tambien me toco como contraparte el profesor Hector Cortez Castro, un maestro que sabia aplicar la disciplina sin llegar al castigo corporal y ademas impulsaba la autoestima del alumno, definitivamente mi paso por el internado me marco de manera permanente.
ResponderEliminarAunque yo de manera personal vivi durante seis años el encierro en el internado Vicente Suarez, entre otras cosas me tocó lo del prefecto llamado elias quien asesinó y ahorcó a su esposa, el famoso guero paredes alumno de edad mayusculña con respecto a sus compañeroas y quien abusaba golpeandonos, sumale lo que dice tony frias,,,el famos guero prefecto con dedos mochos, la prefecta o niñera lupitina quien cual tienda de raya le fiaba golosinas a los alumnos endrogandolos de por vida,,o por lo menos durante la estancia del internado...puedo contar sin numero de experiencias como la del profesor de torreón llamado nacho que por cierto era uin experto en tocar la guitarra hawaiana, pero mas para someter a los alumnos a sendos castigos como pegarte con varas de membrillo en las corvas de los pies cuando la temperatura estaba por los cero grados...sin embargo tengo experiencias positivas pues tengo la satisfacción personal de haber pertenecido al famoso orfeon de niños cantores que ganó dos veces el premio nacional de niños cantores, en el mismisimo Palacio de Bellas Artes.....
ResponderEliminarEsa es parte de mi vivencias...no me arrepiento, aunque si me afectó la estancia en mi vida futura...
RH Cárdenas Ollivier
Tienes razon, no recordaba a lupitina, que sin ser la encargada de los niños teniamos miedo de que nos agarrara, ya que tal parecia que ahi iban a dejar todas sus frustaciones personales, recuerdo que en una ocasion se me ocurrio encender mi lampara de mano en el comedor en la hora de la cena, inmediatamente lupitina me la quito y la azoto contra el suelo haciendola pedazos, el berrinche que hice a gritos y llorando a todo pulmon practicamente hizo que esta vieja me comprara una nueva, ya que en ese entonces teniamos un director (no recuerdo su nombre) que era estrico con el personal, este director le deciamos "el pollo" porque era muy alto, de piernas flacas y con una barriga prominente, caminaba pausado de un lado a otro dando media vuelta con la cabeza hacia adelante, de ahi que le pusieramos "el pollo".(le gustaba jugar ajedrez)
ResponderEliminarDentro de lo bueno recuerdo que nos llevaban al Planetario de Monterrey en el camion destartalado del internado, que se ponchaba cada que saliamos asi que todos haciamos la cooperacion para arreglar llanta, ganamos varios concursos de baile, muchisimos torneos deportivos, ya que el internado tenia talento para todo, eramos mas de 500 niños, en lo personal tengo la satisfaccion de haber ganado el primer lugar en poesia y tambien el primer lugar de relato de historia grafica de un concurso del periodico vanguardia, donde el primer premio consistio en un reloj Tissot Omega de oro macizo, jajaja recuerdo que me lleve ese reloj al internado y el güero nomas andaba detras de mi con el pendiente, el sabia que me lo podian robar y se iba hacer el pedo grande, asi que ese mismo dia (lunes) me devolvio a mi casa para guardar ese reloj.
Dentro de lo malo, tambien hubo cosas buenas, pero definitivamente el internado moldeo de manera permanente nuestra vida futura.
Wooow a mi también me tocó lupitina era bien malvada y el güero dedos mochos que se llevaba el desperdicio para los marranos y las jijas de cocina
EliminarA Cheto Bustos lo conozco por lo famoso que es con lo del comercio en saltillo, pero puedo contar que varios hermanos de el o primos por lo menos estuvieron tambien en el internado, recuerdo especialmente a enriqueta bustos que fue mi compañera en toda la primaria.
ResponderEliminarEntre otros anecdotas, les cuento que en el año 1967 aproximadamente al estar yo en segundo, nos llevaron al paraninfo del ateneo fuente a cantar, ya que yo pertenecia al orfeon, en dicho evento canto una soprano no recuerdo su nombre pero si de la melodia que interpreto con bella voz, esta melodia muy famosa se lamma estrellita de Manuel M Ponce, la recuerdo bien puesto que yo la interpretaba junto a mis compañeros del orfeon, les cuento que al estar actuando la soprano esta melodia, nosotros estabamos en el publico viendola, y en travesura de niño se me ocurrió canat una estrofa al son de la soprano ..pero con gritos mas agudos que la cantante....ho..que chinga me pusieron en el internado por esta gran travesura...
Otra es que al orfeon del internado nos tocó cantar junto a la iniciante Rondalla de Saltillo, esto sucedió en el auditorio de la Normal de Coahuila y fue por esos años del 67...
En 1971 ganamos el primer lugar nacional de coros infantiles en Bellas Artes, y cuando regresamos a Saltillo por la entrada de la carretar a mexico hoy presidente cardenas, habia filas y filas de gentes coreandonos por la hazaña que habiamos conquisrtado en Bellas artes...el premio que tuvimos a bien recibir fue del gobernador no se si fue Eulalio Gutierrez o otro que tenia un ojo de vidrio... el premio fue un viaje de un mes por varias regiones de mexico entre ellas oaxaca..san pablo guelatao. mitla monte alban etc...tiempos muy felises dentro de todas las experiencias de mal trato que viviamos dia a dia
saludos y hasta el proximo relato.
Soy Enriqueta recuetdo a cadi todos mis compañeros quien rtez o tu apodo
EliminarEl camello y me tocó regalarte en un intercambio de regalos , tu estuviste conmigo en los 6 años en elninternado
EliminarMi padre Margarito Bustos (QEPD) platicaba algunas cosas que vivió y que decía que le dolían mucho. Pero que recordaba con gran cariño a la enfermera (esposa de Estanislao Rodríguez "La Maquinita"), pues ella sentía empatía con los niños.
ResponderEliminarSin duda una etapa que lo dejo marcado para toda su vida pero, que lo hizo un hombre fuerte, servicial y muy humano.
DISFRUTE MUCHO LA RESEÑA Y ME ACORDE MUCHO DE CHETO
ResponderEliminarYo tmb estuve en internados..no tan crueles pero si tristes..esos abuso hay en TODAS partes hasta en asilos de ancianos..Dios llamará a todos a responder por sus actos...Dios te bendiga
ResponderEliminarEstudio conmigo una niña de ese internado, al graduarnos cada quien tomo rumbo distinto. Al paso de los años quisimos reunirnos faltàndonos solo ella, la he buscado sin resultado, jamàs imagine en ella tanto sufrimiento.
ResponderEliminarse puede decir que prácticamente yo soy de la última generación del internado aquella de la sra Lupitina el kaliman el güero y toño el buena Honda de los perfectos ahí y como todo hubo cosas gachas y también cosas buenas los maestros cómo cualquier escuela recuerdo a mi maestra gloria una figura recia pero que en realidad era toda bondad pero ése güero y esa pinche vieja Lupitina eran el mismo demonio con nosotros los niños nos golpeaban por todo a comparación del toño era bueno y kaliman también era el de los deportes con todo y todo yo estuve bien siento que gracias a eso soy quien soy no reprochó a mis padres a verme metido ahí éramos muy pobres fueron 3 años pero en fin recuerdo que el director se llamaba José Manuel casi no se le veía tanto que cuando andaba por ahí esa como ver a alguien muy importante jaajajajaj eso si las veces que hasta lo queríamos era cuándo entregaba el pre jaajajajaj qué por cierto varias veces no me entregaron por quejas de mala conducta si era un sufrimiento pero también creo que tu infancia te ayuda a solventar eso y nas cuando en tu casa te trataban y mal te golpeaban pues no me fue mucha la diferencia en fin sólo quise contar algo de mi experiencia en el internado Vicente Suárez # 6 si alguien me recuerda me decían el gordo millones jaajajajaj
ResponderEliminarYo creo que estuvimos más menos igual soy Gloria Faz
EliminarYo tambien estube unos años ay soy de Nuevo laredo me decian la borrega
EliminarSoy de la última generación 1998 y agradezco no haber pasado lo que muchos compañeros vivieron con sus malas experiencias .Si no me equivoco la última directora fue la maestra Nidia del Carmen Valdez Chavarria
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