lunes, 24 de septiembre de 2007



Territorio Libre. una revista pirata más, según los menesterosos del intelecto.


“LA REVISTA TERRITORIO LIBRE se edita cada dos meses en los talleres del C. profesor normalista Juan Cisneros Cortes –A- “Juan El Loco”, su género es político y en especial con ataques al gobernador en turno y a sus principales colaboradores, se editan entre 100 y 300 ejemplares, no tiene circulación ya que los de gobernación estatal –Orejas-, la decomisan tan pronto la deja en las oficinas públicas.”

Las líneas anteriores fueron dedicadas a esta publicación desde la penumbra del anonimato. Se nota que el redactor, o redactores son unos verdaderos pendejos, que si se encuentran en el oficio, es seguro que han errado el camino en su torcida existencia, pues desconocen reglas tan elementales como la de que no se debe escribir con mayúsculas a renglón seguido, porque esto constituye una mentada de madre al lector.
El uso de guiones en lugar de paréntesis en el alias los describe también como miembros del lumpenaje periodístico. Lo único que agrada de estas líneas es el apodo: Juan el Loco. También mal escrito porque en el artículo debieron usar minúsculas. Por lo demás, el número de ejemplares es lo de menos pues la experiencia que se tiene, es que todo lo que se ha publicado bajo mi firma, sean éstos 100, 300 ó 3,000, nunca se completa para satisfacer la demanda de un mercado ávido de verdades y análisis objetivos.

¿De dónde surge el apodo de Juan el Loco?

Lo contaré para las próximas generaciones de menesterosos del intelecto, porque seguramente serán los hijos de los autores anónimos del bodrio en cuestión.
En 1986, los profesores recién egresados de la Escuela Normal Superior, igual que en estos días, si no éramos hijos de profesores, ni contábamos con alguna palanca, ni tampoco ostentábamos el sexo femenino para aspirar a que los funcionarios sindicales de aquellos años nos pidieran las nalgas, era necesario buscar otro camino. De esta manera me presenté ante Leopoldo Vega Urbina, en ese entonces titular de la Dirección General de Educación Pública y luego de traerme durante tres meses como burro de noria, a vuelta y vuelta, decidí que el único camino que me quedaba seguir era el de la denuncia pública. Así lo hice, armado con hojas volantes comencé a denunciar la política que seguía Polo Vega y la Sección 38 de otorgar empleo sólo a los hijos de los profesores. Lo anterior, en un mundo donde la hegemonía priista era la constante y donde no se movía la hoja de un árbol si no se consultaba con el gobernador, producía prurito y escozor en el líder sindical Eliseo Loera Salazar quien el 7 de febrero de 1987 mandó a una partida de porros que luego lo sucederían en la dirigencia sindical a que me persiguieran, por fortuna logré ocultarme en un negocio de pinturas que funcionaba en el cruce de Obregón y Aldama, pues la persecución había comenzado en las escalinatas de la BENC.
Luego de que salí de la tienda de pinturas en el asiento posterior de un taxi decidí que tenía que usar la ley para obligar a Vega Urbina a que cumpliera con un mínimo de decencia la parte de sus funciones que correspondía al seguimiento de los egresados de las escuelas normales.
Consulté varios abogados con quienes tenía cercanía en esos tiempos, pero ninguno quiso redactarme la demanda de juicio político contra el funcionario en cuestión. Yo mismo tuve que redactarla.
Una mañana fría pero soleada me presenté en el edificio del Congreso y ya me esperaba el espía de gobernación para preguntarme quién o quiénes estaban detrás de mí. Le contesté que sólo el hambre me acompañaba. Entré en la oficialía de partes y me sellaron el documento. En ese entonces trabajaba en una revista que regenteaba un miserable de nombe Adolfo Olmedo Muñoz.
Los días pasaban y mi demanda de juicio político dormía el sueño de los justos. De cuando en cuando asistía a las sesiones legislativas, e igual que ahora, me daban asco: diputados demagogos, burros, asquerosos, sometidos y cínicos.
Una mañana fría entré por la parte posterior del edificio y en el pasillo me encontré a Amaro Rosas Ida –ya se coce a fuego lento en los infiernos- y lo increpé de manera violenta preguntándole por el curso de mi asunto. No supo qué decirme. Estaba rodeado de otros diputados y por supuesto reporteros y fotógrafos. Algunos aún pululan patéticamente de dependencia en dependencia en busca del chayote.
Al parecer, nunca en la historia del Congreso, un ciudadano había procedido de esta manera. Sólo recuerdo que cuando me alejaba, de ese grupito de miserables –reporteros, fotógrafos y diputados- salían las palabras: está loco.
Desde entonces me llaman así: Juan el Loco. Desde entonces arrullo mi apodo, lo cuido y hasta este momento le había guardado el secreto.



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