En los tiempos recientes, cada año, los resultados de ENLACE (Evaluación Escolar del Logro Académico en Centros Escolares) ponen a parir chayotes a los funcionarios de más alto nivel dentro del aparato educativo de Coahuila, quienes no encuentran hoyo alguno sobre la faz de la tierra, capaz de cubrirles la cabeza, ante esta tragedia social que se repite cada que la tierra da una nueva vuelta al sol. Esta vez le ha tocado a Jaime Castillo Garza, tal vez el más gris de los titulares del ramo que ha padecido la entidad en las últimas tres décadas, y a la vez el autor de una frase que humilla y envilece al magisterio coahuilense: no hay maestra que no dé las nalgas por una doble plaza.
Ya se ha hecho tradición que por estas fechas, los periódicos derramen ríos de tinta abordando el tema de la escasa calidad educativa, mientras dan entrada a opiniones de los intelectualoides, que se desgarran las vestiduras exigiendo desde sus trincheras periodísticas, que se tomen medidas para colocar este servicio a la altura de la dignidad humana, por que no es posible –dicen- que los alumnos de primaria y secundaria no sepan leer ni escribir, ni mucho menos las operaciones básicas de suma, resta, multiplicación y división.
Si estos intelectualoides pedorros supieran que el fracaso de la educación pública en Saltillo aterriza en que ni los muchachos de jardín de niños, ni los universitarios saben siquiera cómo se llaman, pondrían el grito en el cielo, pero al menos podrían darse cuenta cabal de los motivos por los que sus escritos no son leídos en los periódicos.
Muy pocos intelectuales serios se han animado a plantear que el problema de la educación pública aquí en Saltillo como a lo largo y ancho del territorio nacional no se reduce solamente a la apatía e impreparacion axiológica y académica de los mentores, sino que va más allá. Es asunto es de fondo no de forma, porque mientras las escuelas funcionen como ejidos y los maestros como ejidatarios que se creen dueños de una comuna, es muy difícil que a alguien le interese cumplir con sus obligaciones y más, cuando el profesor recibe al año por concepto de pago, alrededor de 480 días de sueldo entre los ingresos básicos, apoyos para la compra de material didáctico, primas vacacionales y aguinaldos entre otros, una actividad relativamente cómoda, pues la mayoría de los profesores se encuentran ubicados en los niveles de jardín y primaria y únicamente trabajan 20 horas a la semana.
Para el magisterio en general, pero sobre todo para las familias que por generaciones han vivido inmersas en esta actividad, el replanteamiento urgente de que se le dé un giro de 180 grados al aparato educativo privatizando los ejidos escolares, significa un atentado a sus derechos sindicales y por supuesto, lo definen como un retroceso en materia de bienestar social.
El SNTE, la más poderosa organización sindical de Latinoamérica es el primero en oponerse a que se den cambios al interior de la política educativa general en el país, porque se acabaría su coto de poder, y aunque siempre dentro del régimen corporativo, los maestros habían sido soldados fieles del sistema, las transformaciones que se han dado en México en los últimos cinco años, han redibujado al fantasma sindical que representa Elba Esther Gordillo en su dimensión exacta: una hembra que somete a las dirigencias estatales mientras hace acuerdos de corte político con la derecha rabiosa del país.
Tal vez la privatización de la infraestructura educativa del país no sería la solución para elevar la calidad educativa que actualmente impera en la Nación; sin embargo, sería el primer paso, pues el siguiente consistiría en ‘reformatear’ los cráneos magisteriales a través de cursos de actualización para convertirlos en seres disciplinados, dueños de un bagaje mínimo de conocimientos que los coloquen por encima de los alumnos más avanzados que por estos días, poseen más información que muchos profesores que se han dedicado la mayor parte de su vida laboral al disfrute de la dulce urticaria del ocio.
Hasta donde se puede advertir, desde hace mucho tiempo, el aparato educativo de Coahuila, y tal vez el de todos los estados de la república se enfrenta a un gran problema, que de manera disimulada han soslayado tanto los funcionarios como los líderes sindicales: no hay competencia. Los ascensos se ganan por años de servicio, no por capacidades y destrezas demostradas en los pizarrones de los claustros académicos.
Lo anterior equivaldría a que en el campo de la iniciativa privada del país, el obrero que hubiese cumplido los 30 años de servicio fuera promovido estatutariamente para ser gerente general de cualquier empresa, sólo un peldaño debajo del director general y tan sólo dos abajo del dueño o dueños del negocio.
La dignidad de los coahuilenses. ¿Cuál?
Pero, ¿a qué dignidad humana se refieren los intelectualoides que osan pisar el suelo resbaloso de la educación pública? ¿a la dignidad del obrero industrial de ignorancia supina y de inteligencia simiesca, para quien el mundo empieza al alba de la semana en la puerta de la fábrica donde labora y termina en el ocaso hebdomadario en cualquier piquera citadina? ¿a la del albañil que se niega a abandonar la tradición del san lunes, y se alimenta cada media mañana con fritangas, esperando con ansia el mediodía del sábado, para empezar a convertirse en una bota etílica, todo el fin de semana? ¿A la del rústico campesino que pacientemente aguarda a que llegue la ayuda de Procampo para emborracharse? ¿A la del pequeño comerciante del ambulantaje, lumpenizado hasta la médula, que bendice a Dios mientras cuenta con avaricia las monedas? ¿A la mujer de nalgas generosas y panza prominente que deambula en medio de las calles engullendo bolsas de frituras de harina mezcladas con crema de ínfima calidad? ¿A la del estudiante que con chapuza aprueba los exámenes? ¿A la del policía corrupto y analfabeto que tiene como único fin en la existencia la extorsión del obrero y del albañil? ¿A la del profesor de escuela pública que hace como que trabaja, porque dice que el gobierno hace como que le paga? ¿A la de la odalisca que echa la culpa de sus desdichas a la ignorancia? ¿A la del abogado rata que busca el ingreso rápido de manera inescrupulosa? ¿A la del cumbiero asesino que no tiene el mínimo respeto por la vida humana? ¿a la del político corrupto y cínico que permanentemente vive en la concusión?
A estas dignidades se refieren los intelectualoides que año con año, con motivo de la publicación de los magros resultados en el área de educación se desgarran las vestiduras escribiendo análisis sesudos que el pueblo no lee, porque sólo cinco de cada 100 habitantes de esta comarca tienen acceso a los periódicos.
Si es así, entonces todos estamos jodidos, tanto los escribidores como el pueblo analfabeto al que la educación y sus procesos le importan pura madre. La calidad en la educación significa para la barbarie popular lo mismo que las margaritas a los puercos o como diría Sancho Panza con su proclividad a partirle la madre al español: la miel no se hizo para el hocico de los asnos.
Quienes hemos pasado por las aulas públicas, y a pesar de los profesores hemos adquirido conciencia de la realidad, sabemos que el problema sólo se ha reciclado. A diferencia de otros fenómenos sociales del país, el de la educación sigue inmutable, igual que hace dos centurias por razones que los científicos sociales imputan al carácter del mexicano, a su origen incestuoso etnológicamente.
El problema de la calidad educativa es tan viejo como el país y nunca han faltado voces piadosas cuyo eco se ha perdido en medio del piélago de la estupidez colectiva: el 17 de noviembre de 1824 José María Luis Mora, una especie de panista honrado de los que se encuentran en extinción, decía en la sede del Congreso del Estado de México que “nada es más importante para el Estado que la instrucción de la juventud. Ella (sic) es la base sobre la que descansan las instituciones sociales”.
Un pueblo como el nuestro que pide tortilla y vota por el PAN. No le importa la educación. Éste, es asunto de los intelectuales latosos que pretenden llamar la atención del gobierno en turno.
La realidad es que el problema educacional no sólo de Coahuila sino de México entero no existe como tal. Las escuelas funcionan como guarderías o presidios juveniles. Las mujeres sólo se molestan cuando sus hijos no asisten al jardín de niños o a las primarias porque tienen que batallar con ellos más tiempo.
Esta es la realidad, por cruel que parezca. Un pueblo imbécil como el nuestro, del que sólo el cinco porciento acude a los periódicos como fuente de información, y donde cada habitante, en promedio sólo lee medio libro al año, no puede concebir la falta de calidad educativa como un problema.
Por eso, los funcionarios de la pomposamente llamada Secretaría de Educación y Cultura pueden dormir tranquilos. No habrá marchas populares que busquen el aumento en la calidad de los conocimientos que se imparten en la escuela pública.
Jaime Castillo Garza puede estar sereno y seguir pavoneándose con su vieja frase de que no hay maestra que no dé las nalgas por una doble plaza, que sólo evidencia que el magisterio nacional acude a las escuelas en busca del pan de cada día, no por vocación, porque además tiene a su favor la imbecilidad popular.
Ya se ha hecho tradición que por estas fechas, los periódicos derramen ríos de tinta abordando el tema de la escasa calidad educativa, mientras dan entrada a opiniones de los intelectualoides, que se desgarran las vestiduras exigiendo desde sus trincheras periodísticas, que se tomen medidas para colocar este servicio a la altura de la dignidad humana, por que no es posible –dicen- que los alumnos de primaria y secundaria no sepan leer ni escribir, ni mucho menos las operaciones básicas de suma, resta, multiplicación y división.
Si estos intelectualoides pedorros supieran que el fracaso de la educación pública en Saltillo aterriza en que ni los muchachos de jardín de niños, ni los universitarios saben siquiera cómo se llaman, pondrían el grito en el cielo, pero al menos podrían darse cuenta cabal de los motivos por los que sus escritos no son leídos en los periódicos.
Muy pocos intelectuales serios se han animado a plantear que el problema de la educación pública aquí en Saltillo como a lo largo y ancho del territorio nacional no se reduce solamente a la apatía e impreparacion axiológica y académica de los mentores, sino que va más allá. Es asunto es de fondo no de forma, porque mientras las escuelas funcionen como ejidos y los maestros como ejidatarios que se creen dueños de una comuna, es muy difícil que a alguien le interese cumplir con sus obligaciones y más, cuando el profesor recibe al año por concepto de pago, alrededor de 480 días de sueldo entre los ingresos básicos, apoyos para la compra de material didáctico, primas vacacionales y aguinaldos entre otros, una actividad relativamente cómoda, pues la mayoría de los profesores se encuentran ubicados en los niveles de jardín y primaria y únicamente trabajan 20 horas a la semana.
Para el magisterio en general, pero sobre todo para las familias que por generaciones han vivido inmersas en esta actividad, el replanteamiento urgente de que se le dé un giro de 180 grados al aparato educativo privatizando los ejidos escolares, significa un atentado a sus derechos sindicales y por supuesto, lo definen como un retroceso en materia de bienestar social.
El SNTE, la más poderosa organización sindical de Latinoamérica es el primero en oponerse a que se den cambios al interior de la política educativa general en el país, porque se acabaría su coto de poder, y aunque siempre dentro del régimen corporativo, los maestros habían sido soldados fieles del sistema, las transformaciones que se han dado en México en los últimos cinco años, han redibujado al fantasma sindical que representa Elba Esther Gordillo en su dimensión exacta: una hembra que somete a las dirigencias estatales mientras hace acuerdos de corte político con la derecha rabiosa del país.
Tal vez la privatización de la infraestructura educativa del país no sería la solución para elevar la calidad educativa que actualmente impera en la Nación; sin embargo, sería el primer paso, pues el siguiente consistiría en ‘reformatear’ los cráneos magisteriales a través de cursos de actualización para convertirlos en seres disciplinados, dueños de un bagaje mínimo de conocimientos que los coloquen por encima de los alumnos más avanzados que por estos días, poseen más información que muchos profesores que se han dedicado la mayor parte de su vida laboral al disfrute de la dulce urticaria del ocio.
Hasta donde se puede advertir, desde hace mucho tiempo, el aparato educativo de Coahuila, y tal vez el de todos los estados de la república se enfrenta a un gran problema, que de manera disimulada han soslayado tanto los funcionarios como los líderes sindicales: no hay competencia. Los ascensos se ganan por años de servicio, no por capacidades y destrezas demostradas en los pizarrones de los claustros académicos.
Lo anterior equivaldría a que en el campo de la iniciativa privada del país, el obrero que hubiese cumplido los 30 años de servicio fuera promovido estatutariamente para ser gerente general de cualquier empresa, sólo un peldaño debajo del director general y tan sólo dos abajo del dueño o dueños del negocio.
La dignidad de los coahuilenses. ¿Cuál?
Pero, ¿a qué dignidad humana se refieren los intelectualoides que osan pisar el suelo resbaloso de la educación pública? ¿a la dignidad del obrero industrial de ignorancia supina y de inteligencia simiesca, para quien el mundo empieza al alba de la semana en la puerta de la fábrica donde labora y termina en el ocaso hebdomadario en cualquier piquera citadina? ¿a la del albañil que se niega a abandonar la tradición del san lunes, y se alimenta cada media mañana con fritangas, esperando con ansia el mediodía del sábado, para empezar a convertirse en una bota etílica, todo el fin de semana? ¿A la del rústico campesino que pacientemente aguarda a que llegue la ayuda de Procampo para emborracharse? ¿A la del pequeño comerciante del ambulantaje, lumpenizado hasta la médula, que bendice a Dios mientras cuenta con avaricia las monedas? ¿A la mujer de nalgas generosas y panza prominente que deambula en medio de las calles engullendo bolsas de frituras de harina mezcladas con crema de ínfima calidad? ¿A la del estudiante que con chapuza aprueba los exámenes? ¿A la del policía corrupto y analfabeto que tiene como único fin en la existencia la extorsión del obrero y del albañil? ¿A la del profesor de escuela pública que hace como que trabaja, porque dice que el gobierno hace como que le paga? ¿A la de la odalisca que echa la culpa de sus desdichas a la ignorancia? ¿A la del abogado rata que busca el ingreso rápido de manera inescrupulosa? ¿A la del cumbiero asesino que no tiene el mínimo respeto por la vida humana? ¿a la del político corrupto y cínico que permanentemente vive en la concusión?
A estas dignidades se refieren los intelectualoides que año con año, con motivo de la publicación de los magros resultados en el área de educación se desgarran las vestiduras escribiendo análisis sesudos que el pueblo no lee, porque sólo cinco de cada 100 habitantes de esta comarca tienen acceso a los periódicos.
Si es así, entonces todos estamos jodidos, tanto los escribidores como el pueblo analfabeto al que la educación y sus procesos le importan pura madre. La calidad en la educación significa para la barbarie popular lo mismo que las margaritas a los puercos o como diría Sancho Panza con su proclividad a partirle la madre al español: la miel no se hizo para el hocico de los asnos.
Quienes hemos pasado por las aulas públicas, y a pesar de los profesores hemos adquirido conciencia de la realidad, sabemos que el problema sólo se ha reciclado. A diferencia de otros fenómenos sociales del país, el de la educación sigue inmutable, igual que hace dos centurias por razones que los científicos sociales imputan al carácter del mexicano, a su origen incestuoso etnológicamente.
El problema de la calidad educativa es tan viejo como el país y nunca han faltado voces piadosas cuyo eco se ha perdido en medio del piélago de la estupidez colectiva: el 17 de noviembre de 1824 José María Luis Mora, una especie de panista honrado de los que se encuentran en extinción, decía en la sede del Congreso del Estado de México que “nada es más importante para el Estado que la instrucción de la juventud. Ella (sic) es la base sobre la que descansan las instituciones sociales”.
Un pueblo como el nuestro que pide tortilla y vota por el PAN. No le importa la educación. Éste, es asunto de los intelectuales latosos que pretenden llamar la atención del gobierno en turno.
La realidad es que el problema educacional no sólo de Coahuila sino de México entero no existe como tal. Las escuelas funcionan como guarderías o presidios juveniles. Las mujeres sólo se molestan cuando sus hijos no asisten al jardín de niños o a las primarias porque tienen que batallar con ellos más tiempo.
Esta es la realidad, por cruel que parezca. Un pueblo imbécil como el nuestro, del que sólo el cinco porciento acude a los periódicos como fuente de información, y donde cada habitante, en promedio sólo lee medio libro al año, no puede concebir la falta de calidad educativa como un problema.
Por eso, los funcionarios de la pomposamente llamada Secretaría de Educación y Cultura pueden dormir tranquilos. No habrá marchas populares que busquen el aumento en la calidad de los conocimientos que se imparten en la escuela pública.
Jaime Castillo Garza puede estar sereno y seguir pavoneándose con su vieja frase de que no hay maestra que no dé las nalgas por una doble plaza, que sólo evidencia que el magisterio nacional acude a las escuelas en busca del pan de cada día, no por vocación, porque además tiene a su favor la imbecilidad popular.
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